
Venezuela y la Trampa de la Falsa Oposición: Democracia como Mecanismo de Continuismo
Es menester desmontar el mito de la democracia venezolana, exponer la complicidad de la falsa oposición y proponer un modelo de restauración nacional basado en orden, jerarquía y verdad. Analicemos los orígenes históricos del sistema corrupto que dio paso al chavismo, las consecuencias del continuismo democrático, el rol funcional de la oposición oficialista y la necesidad de una ruptura total con el modelo liberal. Es imprescindible para quien busca entender por qué votar ya no es suficiente, y qué significa realmente restaurar la patria.
Jefferson Coronel
7/9/20257 min read
Introducción: La Trampa Invisible de la Democracia Venezolana
En Venezuela, hablar de democracia se ha convertido en un acto reflejo. Se repite como un mantra sagrado que toda solución debe pasar por elecciones, por partidos, por urnas. Y sin embargo, 25 años después del ascenso del chavismo, el resultado es un país devastado: más de 7 millones de exiliados, una economía contraída en más del 80 % desde 2013, y una sociedad carcomida por la corrupción, el hambre y la desesperanza. Aún así, se insiste en que la única salida es más democracia. ¿No es hora de preguntarnos si esa misma democracia no es parte del problema?
Este artículo desentraña el peligro del continuismo democrático en contextos de tiranía populista como el venezolano, analiza el papel cómplice de la falsa oposición y propone una visión alternativa de restauración nacional. A través de un análisis histórico riguroso, datos reales y una crítica frontal al paradigma democrático, se demuestra que lo que Venezuela necesita no es más de lo mismo, sino una ruptura total con el sistema actual.
I. Historia: De la Caída del Perezjimenismo al Circo Electoral
La caída de Marcos Pérez Jiménez en 1958 no fue el inicio de una era de libertad, como repite la propaganda oficial, sino el principio de un prolongado experimento oligárquico disfrazado de democracia. Tras la salida del poder del último gobierno que logró imponer orden, modernización y soberanía efectiva en Venezuela, se instauró el modelo del Pacto de Punto Fijo. En esencia, consistió en un acuerdo entre los partidos Acción Democrática (AD), COPEI y Unión Republicana Democrática (URD) para repartirse el poder, excluyendo deliberadamente a otras fuerzas nacionales.
Lejos de representar una pluralidad democrática, el puntofijismo estableció una hegemonía bipartidista que sobrevivió a fuerza de clientelismo, represión velada y corrupción estructural. Durante cuatro décadas, el país vivió una alternancia entre AD y COPEI que no alteró las estructuras de fondo, sino que profundizó la dependencia estatal de la renta petrolera. Según cifras del Banco Central de Venezuela, entre 1974 y 1983, durante el auge petrolero, ingresaron más de 240 mil millones de dólares, sin embargo, gran parte fue despilfarrada en proyectos ineficientes, corrupción administrativa y gasto político.
El deterioro social fue evidente. Aumentó el desempleo, la pobreza y la criminalidad. El caso emblemático fue el Caracazo de 1989, una revuelta popular que dejó entre 300 y 3.000 muertos según diversas fuentes. El Estado respondió con represión militar, evidenciando que el régimen democrático recurría a la violencia con la misma facilidad que cualquier dictadura cuando veía amenazado su orden.
Este agotamiento institucional facilitó la aparición del chavismo. Hugo Chávez no surgió de un vacío, sino como respuesta a un sistema corrupto, ineficiente y profundamente alejado de las necesidades reales del pueblo. Su llegada al poder en 1998 marcó el inicio de una nueva etapa: el populismo autoritario con legitimidad electoral. Pero las reglas no cambiaron: la democracia seguía siendo la fachada. Solo cambió la administración del botín.
II. Consecuencias: La Democracia como Mecanismo de Control
La democracia liberal, concebida como garantía de libertad, se ha convertido en Venezuela en un sofisticado instrumento de opresión. No se trata de una paradoja, sino del resultado lógico de aplicar un modelo diseñado para sociedades civilizadas en un contexto dominado por mafias, castas revolucionarias y estructuras clientelares. En este ambiente, los principios democráticos no sirven a la justicia ni a la libertad, sino a su simulacro.
Desde su llegada al poder, el chavismo ha perfeccionado un ecosistema político basado en el control absoluto de las instituciones del Estado. El Consejo Nacional Electoral (CNE), supuesto árbitro independiente, ha estado integrado históricamente por militantes o simpatizantes del régimen. Las denuncias de fraude son numerosas. En 2017, la misma empresa Smartmatic, proveedora del sistema de votación electrónica, denunció que el régimen infló en más de un millón los votos de la elección a la Asamblea Nacional Constituyente.
Pero la manipulación electoral es solo una parte del engranaje. El régimen creó mecanismos paralelos para asegurar el control social. El carnet de la patria, lanzado en 2017, se convirtió en un sistema de vigilancia ciudadana. Para recibir alimentos subsidiados (CLAP), bonos o servicios básicos, los ciudadanos deben estar registrados y leales. A través de este mecanismo, se premia la obediencia política y se castiga la disidencia.
El aparato propagandístico también juega un rol fundamental. El Estado controla la mayoría de los medios de comunicación tradicionales. Los canales de televisión privados, cooptados o autocensurados, no representan alternativa alguna. La hegemonía comunicacional se extiende a las redes sociales mediante ejércitos de cuentas falsas y operadores digitales, conocidos como "guerrilla comunicacional". El discurso democrático es repetido ad nauseam, pero vaciado de contenido. La libertad de expresión es tolerada solo mientras no sea efectiva.
La educación ha sido otro frente de colonización ideológica. El currículo escolar fue reformado para incluir la visión "bolivariana" de la historia. Los libros de texto glorifican a Chávez, minimizan el período republicano previo y distorsionan la historia reciente. La universidad, otrora bastión de pensamiento libre, fue invadida por milicias ideológicas y sometida a un estrangulamiento presupuestario. La consecuencia es una juventud despolitizada, sometida a una propaganda infantilizada, sin herramientas para pensar fuera del dogma.
En este marco, la llamada "oposición" juega el rol de colaboracionista. A lo largo de los años, actores como Henrique Capriles, Henry Ramos Allup o Manuel Rosales han participado en elecciones amañadas, diálogos estériles y pactos de gobernabilidad que solo han legitimado al régimen. Incluso figuras que en su momento generaron expectativas, como Juan Guaidó, terminaron siendo parte del problema. Su papel ha sido canalizar el descontento hacia vías muertas, manteniendo la ilusión de que votar en dictadura es un acto de resistencia.
El resultado es una ciudadanía desmovilizada, escéptica y resignada. Según Datanálisis (2023), más del 80 % de los venezolanos no confía en ningún partido político. La abstención es la expresión silenciosa de un pueblo que ha comprendido, quizás de forma instintiva, que el sistema no está diseñado para permitir cambios reales. Así, la democracia se transforma en un ritual vacío, donde el ciudadano participa no para decidir, sino para ratificar su impotencia.
En conclusión, la democracia venezolana ha dejado de ser un medio para la libertad. Hoy es un sofisticado dispositivo de control. En nombre del voto, se consolidan estructuras tiránicas. En nombre del pluralismo, se perpetúan los mismos rostros y los mismos fracasos. En nombre de la participación, se encierra al pueblo en un laberinto sin salida. Quien insista en jugar con estas reglas no es ingenuo: es cómplice.
III. Alternativas: Restaurar la Nación desde la Autoridad y la Verdad
Romper el ciclo de decadencia política en Venezuela exige una ruptura profunda con el paradigma democrático contemporáneo. No basta con denunciar al chavismo o a sus aliados camuflados: hay que cuestionar el marco que permite su existencia. La democracia no es una religión revelada. Es una forma de organización política con límites, y cuando esos límites son sistemáticamente sobrepasados, debe ser superada. Venezuela necesita reconstruirse desde otros principios: orden, jerarquía, autoridad, verdad.
Durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez (1952–1958), Venezuela vivió su más profunda transformación estructural. El proyecto del “Nuevo Ideal Nacional” implicó un programa de modernización que apostaba por una visión integral del desarrollo: infraestructura, planificación urbana, disciplina fiscal, fortalecimiento institucional y orgullo nacional. Bajo su administración se construyeron más de 3000 km de carreteras, puentes, aeropuertos, hospitales, centros educativos y obras que aún hoy están en pie. Caracas se transformó en una capital moderna. La deuda externa se mantuvo baja, el bolívar era fuerte y la inflación estaba controlada.
Pero lo más importante no fue lo construido, sino lo que se sembró en el alma nacional: una noción clara de que el progreso exige orden. La autoridad no era un capricho, sino una herramienta de civilización. Frente al populismo emocional y al igualitarismo caótico que promueve la democracia liberal, el modelo perezjimenista promovía mérito, responsabilidad y visión de Estado.
Al contrario de lo que sostienen sus detractores, el régimen de Pérez Jiménez no fue una dictadura bárbara. Fue una dictadura de obras, de estabilidad, de orden. No persiguió a opositores por pensar diferente, sino a conspiradores que querían regresar al caos partidista. En palabras del propio Pérez Jiménez: “La política es un medio, no un fin”. Su error no fue la represión, sino subestimar la capacidad de los partidos para articular una narrativa de victimización que justificaría su derrocamiento.
Hoy, más de seis décadas después, el contraste es brutal. La democracia ha producido dos generaciones de venezolanos sin sentido de patria, sin respeto por la autoridad, sin propósito trascendente. La idea misma de nación ha sido diluida en discursos vacíos sobre inclusión, diversidad y derechos abstractos. El ciudadano no se siente parte de un proyecto común, sino consumidor de promesas rotas y espectador de su propia ruina.
La alternativa es clara: restaurar la autoridad legítima como base del orden político. Esto no significa replicar literalmente el modelo de 1952, sino reinterpretar sus principios a la luz del siglo XXI. Un gobierno fuerte, moralmente sano, con visión nacional y voluntad de restaurar los valores fundamentales puede lograr en pocos años lo que la democracia ha destruido en décadas.
Además del legado perezjimenista, existen experiencias internacionales que demuestran que la autoridad y el desarrollo no son excluyentes. Singapur, bajo el liderazgo de Lee Kuan Yew, pasó de ser un puerto marginal a una potencia global en una generación. ¿La clave? Una élite política comprometida con el bienestar del país, un Estado fuerte, intolerancia a la corrupción y una sociedad educada para el mérito, no para la queja.
Venezuela no necesita otro ciclo electoral. Necesita un nuevo pacto moral. Un acuerdo que coloque por encima del consenso a la verdad, por encima del voto a la virtud, por encima del pluralismo a la excelencia. La reconstrucción nacional comienza con una renuncia consciente a las reglas que han servido para esclavizarnos. Y continúa con la edificación de un Estado que imponga el orden como condición indispensable para cualquier otra libertad.
