La tiranía de la masa: "El poder originario"

Esta es una reflexión crítica y sin concesiones sobre los peligros de la democracia moderna, convertida en un culto a la masa ignorante y moralmente degradada. Bajo una apariencia de libertad, el sistema democrático venezolano ha permitido que el poder criminal imperante se adapte al capricho de una mayoría sin principios, generando leyes propias de sus pasiones más bajas. Inspirado por autores como Ortega y Gasset y filtrado por el pensamiento conservador contemporáneo, este artículo denuncia cómo "el gobernante democrático" no es un servidor de la verdad y el bien común, es un vendedor de promesas y placeres instantáneos. La democracia, lejos de elevar al ciudadano, lo ha envilecido, promoviendo el vicio en nombre de la libertad. A través de un lenguaje firme y una argumentación moral inquebrantable, esta pieza invita a repensar el verdadero sustento de una nación libre y ordenada: no el voto, sino la virtud. No las mayorías, sino la autoridad ordenada y meritocrática. No la popularidad, sino el honor.

LIBERTAD

Jefferson Coronel

4/3/2025

Nos han hecho creer que la democracia es la culminación de la civilización política. Un dogma moderno que no admite herejías. El pueblo vota, elige representantes y todos, felices, aplauden su libertad. Pero esta narrativa, repetida como mantra, oculta una verdad incómoda: la mayoría no siempre tiene razón, y mucho menos virtud.

Lo que llamamos “democracia” hoy no es otra cosa que el imperio de las masas, una masa amorfa, sin principios, sin rumbo, sin identidad. El hombre masa —descrito por Ortega y Gasset— ya no es una amenaza futura: es el protagonista absoluto de nuestro tiempo. Opina sobre todo sin saber de nada. Exige derechos que no comprende. Vota por quien le regala más migajas y cree que esa transacción lo hace libre.

En esta tragicomedia política, el gobernante ya no necesita virtud, ni sabiduría, ni grandeza. Solo necesita parecerse a su electorado: vulgar, sentimental, resentido y hambriento de subsidios. Así se consolida el nuevo populismo democrático: un circo donde se legisla no sobre el bien y el mal, sino sobre lo que satisface los impulsos más bajos del momento.

El Congreso ya no es templo de leyes, sino mercado de placeres. Y los partidos políticos, simples empresas de marketing emocional que compiten por la clientela votante, ofreciendo ilusiones pagadas con el esfuerzo ajeno. La justicia natural ha sido sustituida por la ley positiva fabricada al antojo del legislador, y los derechos ya no nacen del orden moral, sino de la pluma de cualquier burócrata.

La consecuencia es clara: una sociedad sin raíces, sin brújula moral, sin posibilidad de regeneración. Porque cuando todo se vota y nada se sostiene sobre fundamentos eternos, la civilización se convierte en un barco a la deriva, manejado por los caprichos del momento.

No se trata de rechazar la democracia per se, sino de desenmascarar su uso como ídolo moderno, como coartada perfecta para justificar todo tipo de aberraciones. El problema no es el sistema, sino la moral del pueblo que lo alimenta. Si el pueblo ha perdido el norte, el político solo será su reflejo. Si la sociedad abandona la virtud, el poder no tardará en institucionalizar el vicio.

La verdadera crisis de Occidente no es económica ni ecológica. Es moral. Es la pérdida del sentido del bien, la banalización del mal, la exaltación de lo grotesco, la eliminación de toda trascendencia. El desastre político es solo el síntoma.

¿Queremos una patria libre, fuerte, digna? Entonces debemos recuperar lo único que puede sostenerla: el orden moral.

No habrá redención posible mientras la mayoría crea que votar es suficiente. La libertad no se deposita en una urna, se forja con disciplina, verdad, responsabilidad y coraje. Virtudes que hoy escasean, pero que son el corazón palpitante de Semper Honor.